Regresaba borracho a casa, borracho como casi siempre pero más borracho que casi nunca. Por el camino se había caído dos veces pero fueron unas cuantas más las que estuvo a punto de hacerlo. Cerca del portal decidió sentarse en uno de los bancos del barrio que le habían visto crecer. En ese banco, merendaba cuando era niño y compartió miles de partidas de cartas con amigos del barrio. Más tarde en ese mismo banco fumó su primer canuto y a menudo recuerda que sentado en ese mismo banco fue la primera vez que probó el veneno paralizante de los besos y mentiras de una mujer. No quería subir a casa con semejante tajada, nadie le esperaba arriba…nadie excepto la más cruel enemiga que tanto temía e intentaba evitar a toda costa… la más terrible soledad.
Pasados quince minutos, con el sueño dibujándose en sus ojos y una pizca de conciencia que le había devuelto el viento norte, que aquella noche soplaba débil pero con sus habitual gélida caricia, le empujaron a tomar el escaso trayecto que le quedaba hasta el portal. La mente en blanco, ruido de llaves y seguido un tímido gruñido y una mueca de desesperación por la inevitable prueba de fuego de abrir una cerradura a esas horas y en esa situación.
No menos desazón sintió al verse reflejado en el espejo de grandes dimensiones que decora la entrada del portal. Sintió en sólo un instante el alma en los pies, los pies fríos y el inminente ambiente de soledad que respiraría al entrar en un hogar huérfano de ilusión.
Los vecinos siempre le habían visto como un bicho raro, ninguno de ellos recuerda haberle oído nunca dar los buenos días, quizá para él, ninguno de sus días merecían tal cumplido. Cuentan que la vida le había tratado mal, el típico juguete roto que ha tocado fondo y se ha quedado barado allí donde reposa el fango más pringoso.